Diapositiva1Hace muchos años mi papá, viajero y explorador, nos llevó a un viaje de Madonas, bambinos y muchas ¡muchas! torres medievales. Mi mamá y mi hermana tomaron como misión subir a cada una de ellas; mi papá y las alturas no eran amigos así que él, esperaba pacientemente abajo, y yo -puberta apática y cero deportista- hubiera hecho lo mismo gustosa, si no fuera porque mi mamá me “empujaba” a hacerlo bajo la bandera del “no seas floja“.

Así, subimos y bajamos muchas escaleras esa vacación, ellas felices, yo: de jeta. Sí. Me chocaba, lo odiaba y, además, me pasaba cada vez algo muy extraño: se apoderaba de mí un malestar que no sabía ni siquiera catalogar como eso y, probablemente, mi única manera de externarlo era estar de un humor de los mil diablos y que todos se dieran cuenta.

Muuuuchos años después tuve una serie de malestares similares, más agudos, pero provenientes del mismo lugar: iban de mi estómago a mi corazón y terminaban en mi cabeza con la sensación de que estaba abajo del agua sin poder escuchar nada. Mi psicólogo los nombró: “ataques de pánico y ansiedad“. Y entonces entendí…

La mente es el bicho más maravilloso y más peligroso del mundo. Puede ser nuestra principal fortaleza o nuestro más grande enemigo. Es tan poderosa que puede tomar todo el control y llevar nuestra vida en automático, y, si la dejamos, apropiarse de nuestras ideas y voluntades, robarnos la paz. O, simplemente, ser la causante de que en lugar de disfrutar el momento nos pasemos la vida cilindréandonos por cualquier cosa y magnificando, o negando, todo lo que nos pasa de una u otra manera.

Hay cosas que simplemente no sabemos manejar en el momento o expresar lo que sentimos y otras que por más que queremos evadir y hacemos como que no suceden, están y nuestro cuerpo, sabio, busca maneras de “drenar” esa presión y encuentra salidas para avisarnos ¡hey! ¡aquí estoy! ¡hazme caso! ¡para! ¡muévete! ¡enfrenta! ¡resuelve! ¡necesito ayuda!

Esta vacación fui con mi familia, al mismo viaje de Madonas, bambinos y muuuchas torres medievales. Mis hijos, intrépidos, deportistas y siempre listos para un reto estaban más que puestos para subir todas las escaleras que la vida les presentara y el Sponsor, que les hace la segunda en todo, estaba más que dispuesto. ¿Yo?… pues qué les digo ¡c-e-r-o! puesta. Les había contado muchas veces de la angustia (ahora que sé cómo se llama) que me generaban esas vistas al vacío y en general, toda la experiencia, por lo que sabían que para eso, no iban a contar con su mamá.

Al llegar a la taquilla de “la torre más alta” decidí, ante la mirada atónita de mis significant others, comprar un boleto y ver qué pasaba. “Al fin, si me empieza a dar el tramafat pues me regreso“, me dije a mí misma.

Sobra decir que mis hijos subieron como cabras locas y en la cuarta parte de tiempo, los casi 700 escalones (de reja y completamente transparentes al vacío) y también, agregar que, para mi sorpresa, la parte física me hizo completamente los mandados (lo cual tengo que agradecerle a mi coach Dan y al entrenamiento funcional que me saca lagrimitas cada vez pero que, aparentemente, paga la chinga en especie). Ahí iba yo muy orgullosa de mi misma y mis 45 tan bien llevados, tomándomelo con filosofía, pensando en otras cosas y, sobre todo, evitando a toda costa ver hacia abajo.

Pero entonces, por una fracción de segundo ¡miré! y ¡pum! mi viejo amigo el ataque de desgobierno y pánico regresó. Otra vez tenía 14 años y eso que sube por el estómago al corazón y te nubla todo el juicio hizo un hostile take over en cuestión de segundos: temblorina general, sudor frío y la incapacidad, absoluta, de razonar. Me descompuse completamente y estaba a punto de rajarme cuando, de pronto, apareció el Sponsor y tratando de ser empático -o tal vez sabiendo el efecto de psicología invertida que tendría en mi su comentario, nunca lo sabremos- me dijo: “No tiene caso que subas si no puedes y te sientes tan mal, mejor bájate, no es obligatorio“.

¿Saben qué pasó entonces?

¡Obvioooo!

¡Me picó el orgullo! Y mi ego contestó: “¿Juaaat? Me vas a decir a miiii qué tengo que haceeeer?”

Acto seguido me enfoqué en silenciar al ego, decirle a mi mente ¡para! y pensar: “Sí, sí me puedo bajar y esperarlos a todos… ese era el plan original, nadie se sorprendería. Pero, también puedo tratar de superar este pinche malestar, respirar profundo y subir, un escalón a la vez, y hacer que esto me la pele. Puedo tal vez hacerme más grande que mi miedo y palomear este pendiente. Puedo enseñarle a mis hijos que, a veces, aunque te tiemblen las piernas, puedes seguir avanzando, y al Sponsor, que siempre puedo seguirlo sorprendiendo. Tal vez puedo decirme a mí que la vida y sus torres me hacen los mandados, aunque por dentro me esté cagando de miedo. Tal vez puedo intentar ganarme a mí misma y callarle la boca a mi mente que a fuerza me quiere decir que no puedo…”

Agarré las riendas de mi mentecita y seguí avanzando. Un paso a la vez, con el Sponsor atrás de mí, acompañándome –como siempre- y yo, haciendo un esfuerzo brutal por contener cada movimiento, no salir corriendo y hablándome a mí, desde mi parte racional: “Respira Amargeitor, sí puedes, ya falta menos, ya casi llegas, respira…”

Salí de la última escalerita enclenque que llegaba al campanario de la torre y me encontré con la cara de mis dos hijos, impresionados, sorprendidos , emocionados, corriendo a abrazarme diciendo: ¡Pudiste Má! ¡subiste! Sus 4 brazos colgados de mí, más la mirada de absoluta sorpresa del Sponsor ya eran suficiente premio. Pero luego levanté la cabeza para ver dónde estaba y, pues nada…. agotada, a 34ºc y completamente emocionada, sin poder hacer que mis piernas dejaran de temblar y muy glamorosa, me puse a chillar.

Qué quieren que les diga, creo que después de haber parido a mis hijos es, literalmente, lo más emocionante que me ha pasado en la vida y no por el final, sino por el proceso, por lo que implicó y el trabajo que me costó cada pinche escalón. Porque decidir que algo te la va a pelar y hacerlo a pesar de la incomodidad y el miedo, implica un esfuerzo mental, de determinación y de fuerza muy impresionante que no entiendes realmente hasta que ya pasó.

Estaba, claramente, en la cima del mundo. O por lo menos de mí mundo. ¡Me la pelé a mí misma! y esa es una de las satisfacciones más maravillosas de la vida, y la razón por la que arriesgarse es siempre la respuesta. Sí. ¡Hazlo! Inténtalo, aunque no te salga. Aunque por dentro te estés muriendo. Ya verás en el camino cómo vas resolviendo tus pequeños ataques de pánico o tus grandes problemas. Lánzate, aunque a veces no disfrutes partes del camino. Rétate. Sorpréndete a ti mismo y de pasada haz que los tuyos se sigan sorprendiendo y encuentren nuevas maneras de verte. Haz cosas que hagan que las piernas te tiemblen y te recuerden que estás vivo. Hazlo hasta que eso, lo de salirte de tu zona de confort y lograr algo impensable, sea la parte preferida de cada experiencia y la razón para seguirlo haciendo.

Asegúrate de tener en el camino gente que suba atrás de ti y te cache cuando haga falta. Que te jale cuando sea necesario o que tenga la suficiente inteligencia de picarte el ego cuando sea indispensable para seguir avanzando. Alguien que cuando le preguntes apanicada “¿y ahora cómo chingados voy a bajar?” Te diga, como me dijo la de 13: “Igual que subimos Ma, uno cada vez y viendo hacia delante“. Y gente tan empática como el de 11, que cuando llegues te abrace y te diga -muy quedito-: “Yo también tuve mucho miedo Má, pero mira dónde estamos”. Y entonces levantes la cabeza y puedas decirte a ti:

Yes Sir, I can boogie…

Y tú también.

Es cosa de respirar profundo, poner un pie después del otro y subir por la vida… un escalón a la vez.

L´amargeitor

 

*Este texto fue previamente publicado por el HuffingtonPost Mexico

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