Diapositiva1Lo que te voy a decir te va a chocar, te voy a caer pésimo y te vas a enojar, pero no voy a cambiar mi opinión y te lo tengo que informar.

Así empezó mi conversación el otro día con la de 14 para anunciarle que la habían invitado a celebrar el cumple de una de sus mejores amigas un fin de semana fuera de México y que las circunstancias no cumplían con los requisitos necesarios para que sus papás estuviéramos tranquilos. Y, por lo tanto, no podía ir.

Lo que sucedió a continuación superó de una manera inédita todas las frustraciones anteriores de la chamaca desde el día que nació. Yo sabía que esto no iba a pasar desapercibido, pero nunca esperé que mi niñita normalmente tan sensata y contenida -lo cual, obvio, no sacó de mí- se desbordara de esa manera. La palabra furiosa, no empieza ni siquiera, a explicar la situación.

La delicia de la infancia con rutinas y reglas precisas y no negociables se acaba en la adolescencia, cuando uno de los grandes retos -sobre todo si eres un control freak como yo- es que los papás necesitamos aprender a ser más flexibles, a escucharlos, a encontrar puntos medios, hacer acuerdos, bajarle unas rayas a nuestros estándares de perfección y aceptarlos como una voz más en la familia y considerar su opinión para la toma de ALGUNAS decisiones.

Sí.

Peeeero…

De ahí al nivel que estamos manejando me parece que hay una muy grande diferencia.

Explíquenme por favor, ¿por qué putas madres -perdón mi francés- ahora son los pubertos los que mandan? Los que deciden cuál es el plan, cuánto dinero quieren o que van a pedir algo a Uber Eats en la comida familiar – o en la fiesta de sus amigos- “porque lo que hay no les gusta“. Cómo es que dejan de ir regularmente a nuestros planes porque “es que ya se mandan solos y tienen sus cosas” y todas esas necedades que escucho cotidianamente en las conversaciones con las mamás.

¿O les pasa que invitan gente a su casa y llegan sin hijos cuando tú aleccionaste a los tuyos que hoy vienen amigos y nadie va a ningún lado? O te invitan y los chavos ahí están cada quién con dos amigos y obvio no pelan a los tuyos -que, claro, ahora te odian por haberlos sometido a tal tortura- O, están, pero no sacan la pinche nariz de la pantalla y nadie les dice nada.

Perdón, pero, ¿por qué siempre tienen que tener o estar invitados?

Amo que mis hijos sean amigueros y traigan a sus personas importantes, pero me parece indispensable el tiempo de familia nuclear como algo regular en la vida. Necesitamos espacios de estar solos y de aprender a convivir sin intermediarios: a estar sin plan, a ser parte de un clan.

Necesitar entretenimiento permanente y rodearnos siempre de terceros -o de pantallas- nos aleja de la realidad. Nos impide conectarnos realmente con los nuestros. Es increíble convivir con otros, pero hay que saber estar solos, aunque eso, a veces, esté de hueva.

No sé a ustedes, pero a mí nadie me preguntaba si quería ir a casa de mi abuela a comer el domingo. O si se me antojaba el plan del sábado con los amigos de mis papás. O si me daban permiso de invitar amigos todos los fines de semana y así no pelar a mis papás y olvidarme de mi hermana. Ibas. Punto. De buenas, de malas, de las que quisieras, ¡pero ibas!

A veces te ponías las aburridas del siglo, a veces la pasabas bomba o aprendías a escuchar y platicar con otros, y a veces -como yo- aprendías a ser previsor y llevar tu libro por si el plan de los demás no te gustaba -estrategia que sigo aplicando, por cierto-. Pero no existía el temita este de “es que tenía su plan” o “ya sabes como son hay que darles chance“, o “es que mira, prefiero que esté aquí siempre con todos sus amigos porque así está de buenas” -¡No mamen ¿ya se escucharon?!- Claro que habían excepciones, pero por lo general, los chavos no decidíamos el ritmo de la familia y a mí me parece que eso estaba bien.

Parecería que ahora nos da miedo incomodarlos. Nos asusta que no la pasen bien todo el tiempo y ¡dios no quiera que se queden con ganas de algo o sean los únicos que no están en el evento del año o no tengan el gadget del momento! No queremos ni considerar que puedan aprender a adaptarse. Nos aterroriza confrontarlos, ponerlos en su lugar y decirles simplemente: no. Esto no se va a poder

¿Y saben qué? Los hijos nos leen tan claramente que nos tienen completamente secuestrados y agarrados de ya saben dónde (sí, de los huevos).

Saben que por más que le hagamos al cuento basta con que insistan tantito, nos hagan jeta una hora, o nos azoten la puerta, para que cedamos. Dominan que si otra mamá nos habla para hacernos manita de puerco -no manchen mamis, neta, paren- diremos que sí porque “qué pena quedar mal” y que en aras de su “felicidad” estamos dispuestos a cualquier cosa.

Lo malo es que todos esos sí, no los van a hacer más felices, sino todo lo contrario.

Porque nuestros hijos, para sentirse seguros y desarrollarse apropiadamente, necesitan sentirse contenidos y la contención solo se puede lograr con límitesy los límites se ponen así: diciendo no. No, hoy no se puede. No, no puedes ir a la fiesta. No, no hay otra cosa de comer, ni va a haber chupe en tu reunión, ni es hora de usar el celular, ni me puedes contestar así si quieres conservar tus dientes -so to speak-. No, no porque tengas 15 años te mandas solo, ni haces tu vida aparte. No, no me importa que te de flojera el plan, esto es lo que vamos a hacer hoy.

Tenemos la -mala- idea de que en la adolescencia hay que soltarlos, que ya estuvimos en la infancia y que ahora ya son grandes, cuando es totalmente al revés. El adolescente necesita límites, contención y la mirada de sus papás más que nunca, dejarlos hacer su santa voluntad es en realidad abandonarlos a la deriva en el momento más confuso de su vida cuando no tienen ni puta idea de quiénes son, ni por dónde ir. Y, por eso, se nos está saliendo de las manos.

Necesitamos ¡claro! dejarlos experimentar, tratar, equivocarse y resolver, pero nunca dejarlos a su suerte. Necesitamos ser flexibles y hacer tratos. Pero con consecuencias, con supervisión y con límites clarísimos de lo que se puede y lo que no.

Necesitamos seguir siendo el capitán de su barquito de una manera más discreta pero más firme que nunca. Eso es lo que les va a dar confianza y fuerza, no hacer su santa voluntad permanentemente y generarles unos vacíos interiores para el resto de sus vidas.

Hacer eso no es divertido. Créanme cuando les digo que anunciarle eso a la de 14 fue de las cosas más horribles que he tenido que hacer en cuestión de maternaje. Sabía que le iba romper el corazón y la importancia que para ella tenía ese evento. Pero darle permiso era ponerla en riesgo y protegerlos -que no sobreprotegerlos- debe ser ¡siempre! nuestra prioridad. No den permisos que los ponen nerviosos papás ¡Nunca!

Hay que pensar en el panorama completo, no en la satisfacción inmediata de nuestros chavos. ¡Esa es la chamba! Aventarnos los tiros que sean necesarios a cambio de hacer un punto, poner un límite, cuidarlos y hacerlos sentir que nosotros somos el adulto responsable a cargo de ellos y tomaremos todas las decisiones que hagan falta mientras estén a nuestro cargo.

Eso es lo que los va a empoderar. No cumplirles todos sus caprichos, requisitos y demandas, ni permitirles brincarse las trancas y la autoridad bajo el estandarte de “ya crecieron” cuando todavía son unos escuincles.

Acuérdense que no somos sus esclavos, ni nos están haciendo el favor de nada, ni nos pueden faltar al respeto de ninguna manera, nunca.

Somos el jefe.

L´amargeitor

 

*Este post fue previamente publicado por el HuffingtonPost México

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